La comunidad científica y las grasas: de su estigmatización general al ‘Toma mantequilla’

La comunidad científica y las grasas: de su estigmatización general al ‘Toma mantequilla’

 

  • La estigmatización de las grasas es consecuencia de la no diferenciación de sus muchos tipos, algunas muy positivas para la salud como el omega-3 o las grasas lácteas
  • Cada vez más voces defienden a las grasas saturadas naturales, presentes en el 40% de la dieta mediterránea y que se caracterizan por ser fuente de energía, poseer propiedades anticancerígenas y ser reductoras del colesterol
  • La sustitución de grasas naturales nos ha llevado a decantarnos por grasas añadidas o los azúcares para rellenar su necesario aporte calórico

Durante años hemos asistido a una recurrente demonización de las grasas de los alimentos y en nuestra dieta, especialmente de las grasas saturadas. El común denominador ha sido la confusión al hablar de las grasas como un todo, ignorando que existen muchos tipos de grasas y que cada una tiene propiedades distintas. Afortunadamente, durante la última década, se han multiplicado las voces entre la comunidad científica alertando sobre esta generalización y defendiendo los beneficios para la salud de algunas de estas grasas, como el omega-3 o las grasas lácteas.

 

La visión de la comunidad científica frente a los beneficios de las grasas en la dieta ha ido evolucionando durante las últimas décadas hacia mejor. En los 90 el Dr. Walter Willet dio el primer paso. Descubrió, a través de un estudio, que las grasas saturadas presentes en el pescado, aceite, lácteos y por tanto en la dieta mediterránea benefician a la salud del corazón.

 

Sin embargo, fue la portada de la revista TIME de 2014 con el titular ‘Eat Butter’ (Come mantequilla) la que supuso un antes y un después en la visión de las grasas, tras recopilar las conclusiones de varios metaestudios. La publicación destacó que las grasas suponían un aporte calórico imprescindible para nuestra dieta y que, con su demonización, habíamos reducido nuestro consumo de alimentos naturales como los huevos, la leche, la mantequilla o la ternera. En su lugar, habíamos sustituido ese necesario aporte calórico por productos artificiales, grasas añadidas y, sobre todo, azúcares. Paradójicamente, el resultado es que consumimos más calorías que antes y de productos menos sanos. Por ejemplo, TIME destacó que desde 1970 los americanos redujeron su aporte calórico de la carne roja (-28%) o la leche (-78%) mientras aumentaron el de refrescos (+10%) o los aceites procesados y las grasas añadidas (+67%).

 

Las grasas lácteas se han visto afectadas colateralmente por esta demonización. Sin embargo, los estudios elaborados por el Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM), Los nutrientes de la leche en la salud cardiovascular y Grasa láctea: una fuente natural de compuestos bioactivos, hicieron una disección sobre el total de ácidos grasos en los lácteos y obtuvieron conclusiones muy positivas para la salud. Según estos estudios, entre un 60-70% corresponde a ácidos grasos saturados, cuyo efecto contribuye en la reducción del colesterol debido a sus altas concentraciones de ácido oleico; un 20-25% a ácidos monoinsaturados y un 3-5% a ácidos poliinsaturados, beneficiosos para la salud cardiovascular. Estos componentes han hecho que las grasas lácteas destaquen además por sus propiedades anticancerígenas, por ser fuente de energía y evitar la acumulación de grasa en el tejido adiposo. Los lácteos son un ejemplo de cómo hay que mirar siempre la matriz nutricional completa de un alimento, ya que, más allá de las grasas, también nos aportan hasta un 60% del calcio a nuestra dieta, y son fuente de proteínas, vitaminas y minerales esenciales.

 

En la misma línea, sucede con la grasa láctea del queso. Un estudio realizado por el Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación señala que el consumo de quesos y su relación con la salud son indiscutiblemente positivos, ya que existe una creciente evidencia que respalda a la membrana del glóbulo graso lácteo (MFGM, siglas en inglés) que actúa como actor importante en el neurodesarrollo y potenciador del sistema inmune y cardiovascular, así como atenuador del deterioro cognitivo durante el envejecimiento. Además, de poseer actividades antivirales y antibacterianas.

 

El de las grasas lácteas no es el único ejemplo. En las últimas décadas, quizá el caso de demonización colateral más claro de un alimento de nuestra dieta sea el huevo, señalado como una fuente de colesterol. Sin embargo, tras años escuchando que debíamos reducir su consumo, recientemente hemos asistido a la rehabilitación de la imagen de este alimento como muy positivo en nuestra dieta. Algo similar a lo ocurrido con el cacao, señalado como gran poseedor de grasas saturadas, y acusado de aumentar el riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares. Una percepción que ha cambiado en los últimos años debido a que varios estudios demostraron su alto aporte proteico y sus propiedades antioxidantes, respectivamente; la cual fue respaldada por la Sociedad Española de Arteriosclerosis (SEA), al sugerir incluirlos dentro de la dieta por sus altos valores nutricionales.

 

Como lo denomina el periodista científico y escritor alimentario Michael Pollan, la clave está en consumir “comida real”. Esta línea de pensamiento mantiene que una dieta equilibrada no consiste en apartar de forma generalizada a las grasas de nuestra alimentación, porque su rechazo continuaría deformando nuestra salud. Tampoco en seguir una alimentación baja en grasa y rica en carbohidratos refinados, sino en una alimentación sana, libre de excesos. Cada vez más nutricionistas piensan que la forma de pensar sobre las grasas es resultado de años de una incorrecta información sobre las mismas, falta de investigación y de un mal entendimiento sobre su función en nuestro cuerpo. Sin duda, el camino pasa por seguir investigando, pero también informando a la población española sobre los beneficios ya demostrados de ciertas grasas concretas, como el omega-3 o las grasas lácteas, muy presentes en alimentos tradicionales de nuestra dieta mediterránea.